Hoy, al mirar de nuevo este horizonte, plasmado en mis recuerdos, tras muchos años lejos de Canarias, han vuelto a mi memoria, aquellas imágenes de aquellos días en Candelaria. He vuelto a recordar aquel aroma del mar y aquella brisa fuerte que me abrazaba en la noche con dulzura, envolviendo mis sueños de niña.
Cuando eres pequeña, todo te parece grande. La distancia que había entre Santa Cruz de Tenerife y Candelaria era para mí un viaje en coche eterno, como si me fuera a otro país. Miraba los paisajes pegada a la ventanilla, inventando historias y cuentos fantásticos que crecían en mi interior como un continuo florecer de ideas y sensaciones que me llenaban de felicidad. Las montañas, los acantilados, las nubes, el mar... Todo era parte de un sueño mágico que llegaba siempre en Verano, al finalizar las clases.
En Candelaria teníamos una casa vieja, cercana al mar, propiedad según mi padre de un pariente de la familia que la había dejado abandonada tras morir de una larga enfermedad. Aquella casa era vieja sí, pero tenía en su interior algo que era cálido y familiar. Las paredes, pintadas por una cal blanca casi ennegrecida por el tiempo, enmarcaban la inmensa chimenea de piedra que presidía la sala de estar. Los muebles olían a mar y el aroma del agua salada se extendía por todas las habitaciones construyendo una suave pero intensa atmósfera fresca.
Al lado de nuestra casa estaba la de Don Manuel, marido de tía Eugenia, que -según mi padre- se había quedado paralítico tras haber naufragado con su barco en la costa junto con su hijo. Desde aquel entonces, por las heridas y seguramente por la muerte de su hijo, permanecía anclado en una silla de ruedas sin articular palabra y sin moverse.
La tía Eugenia era una mujer extraña. Nunca habíamos tenido demasiado contacto con ella y mi padre era el único con el que todavía se hablaba de la familia. Su carácter huraño y cerrado con los demás la habían llevado a ganarse en la Villa, el apodo de “La Vinagre”. No hablaba casi nada y según mi madre solamente salía de casa para comprar algunas cosas y para asistir a escasas visitas médicas. Visitas que cada vez se había hecho más a menudo y en las cuales le habían diagnosticado una enfermedad en el corazón. Y aquí es donde mi historia se cruza con la de tía Eugenia. Aquel día que nunca olvidaré.
- ¡Yaiza! – exclamó mi padre desde la ventana de casa-. Ven. Escúchame un momento, por favor. -dijo seriamente -. ¿Te acuerdas de la tía Eugenia, no? El médico le ha dicho que tiene que cuidarse el corazón y que tiene que hacerse unas pruebas. Tu sabes que tía Eugenia tiene que cuidar a Don Manuel y que no se puede quedar sólo muchas veces. Además ahora necesitará descansar y puede que una ayuda le sea necesaria en su casa. Ella es muy maniática y no deja que entre ningún extraño a su casa, así que pensé en ti.
- ¡Jo Papa! –le dije fastidiada-. Me dijiste que estas vacaciones íbamos a ir a pescar por las mañanas.
- Sólo serán unos días. Ya verás que no es mucha tarea- me dijo intentando convencerme-. Si pensé en ti es porque eres joven y estoy convencido de que le caerás bien a tía Eugenia. Además ganarás un poco de dinero como premio.
- ¡Cómo! – exclamé exaltada.
- Bueno sí. La verdad es que tía Eugenia no quiso aceptar si no le dejaba que te diera un dinerillo a cambio.
- ¿Y que tengo que hacer? –pregunté emocionada.
- ¡Vaya! Ahora si te interesa, ¿no? – dijo mi padre sonriendo -. Pues verás, sabes que Don Manuel está muy mal. No habla, no se mueve y tía Eugenia lo tiene que hacer prácticamente todo. Ella te explicará supongo.
- Bueno, pues lo haré – asumí con recelo.
- Mañana entonces creo que te espera a las ocho de la mañana – dijo mi padre.
- ¿Qué? ¿A las ocho? ¿En vacaciones? – pregunté sorprendida.
- Sí – dijo sonriendo mirando con un gesto de complicidad a mi madre -. Ella se levanta a las seis...
Y así empezó aquel verano en Candelaria. Con la exigencia de la mañana despertando sueños y fantasías nocturnas de barcos y piratas que se hundían en el mar mientras la tía Eugenia aparecía para perseguirme con sus temibles ojos.
Dormida y aún con las legañas pegadas a los ojos, me presenté en casa de tía Eugenia. No era como la nuestra. Era una casa más alta, tenía dos pisos y la pintura parecía más nueva y limpia. El tejado, cubierto por viejas redes de pesca, estaba más afectado en cambio por el paso del tiempo y muchas tejas caían unas encima de otra desordenadas, junto con algunas rotas por la mitad. La puerta era de madera vieja. La pintura verde agrietada por innumerables surcos se extendía ante mí. A mi espalda el sol ya se elevaba y las sombras caminaban lentamente por las paredes blancas. Toqué con miedo.
La puerta se abrió lentamente. Ante mí apareció una mujer anciana de unos sesenta años. Llevaba un vestido negro que le llegaba hasta un poco más debajo de la rodilla, completado con una rebeca del mismo color. En la cabeza tenia un pañuelo también oscuro, pero desgastado, llevaba unos zapatos negros con la suela de goma. Me miró fríamente de arriba abajo. Nunca olvidaré aquella radiografía que me hizo en unos segundos con aquellos ojos grises llenos de arrugas. Su cara estaba llena de fisuras en la piel, que hacían de ella una mujer más vieja de lo que su cuerpo – fuerte y vigoroso- aparentaba. Su expresión, seria y hasta cierto punto temible, estaba reforzada por diversos pelos estratégicamente colocados por el destino: en la barbilla, en las orejas, en algún lunar que otro y sobre todo en el profundo y espeso mostacho.
- Tú eres Yaiza, la hija de Carlos – me dijo con una voz severa y ronca, casi sin mover un músculo de la cara.
- Sí – dije susurrando.
- Pasa. Hay cosas que hacer.
Y pasé al interior de la casa. Me sorprendí bastante. Colocados en diversos sitios de la enorme sala de estar, habían multitud de motivos decorativos marineros. Desde cascos de barcos de verdad, aprisionados en la blanca pared, hasta conchas, caracolas, pescados y redes, muchas redes. A un lado, una gran mesa de madera con tres sillas que daban a la cocina, con más decoración de caracolas y conchas, sujetando un feo jarrón con hojas secas. Al otro lado, una escalera de metal negro que subía al piso superior y se perdía en la oscuridad. Sólo una pequeña lamparilla en un extremo de la habitación iluminaba el recinto.
La tía Eugenia me explicó lo que tenía que hacer cada vez que ella no estaba. Vigilar a Don Manuel, limpiar algunas partes de la casa y buscar los mandados que ella necesitara para hacer la comida. En su voz, parecía más un castigo que una ocasión para ganar dinerillo extra.
Y así pasaron los primeros días. Enfrascada desde un primer momento con la compra de alimentos y con la limpieza de algunas figuras y piezas de metal que tía Eugenia tenía en sus armarios. Una tarde, cuando el sol casi rozaba las pequeñas embarcaciones que se perdían en el horizonte, tía Eugenia me pidió que le calentará un vaso de leche y se lo llevara a Don Manuel. Me estremecí. Hasta ahora no me había dado esa confianza. No me había permitido subir al piso de arriba y mucho menos ver o tocar a su marido.
Y así lo hice. Calenté la leche en un caldero viejo y subí lentamente las oscuras escaleras con el vaso caliente y tembloroso en la mano, rodeado por una servilleta. Sentí la atenta mirada de tía Eugenia clavándose en mi espalda y me intenté relajar antes de entrar en la habitación. Al final de la escalera divisé dos puertas, me encaminé hacia la de la derecha pero al intentar abrirla estaba cerrada con llave y el pomo de la puerta tenía mucho polvo como si llevara mucho tiempo sin abrirse. Lo intenté en la otra puerta. Se abrió. Allí en medio de la oscuridad, apareció bajo la única luz de una pequeña vela situada en una mesilla de noche, una figura encorvada y sentada en una silla de rueda. La habitación era grande, poseía una enorme estantería de madera con numerosos libros y un gran ventanal escondido por unas voluminosas cortinas rojas de terciopelo. Afuera, seguramente tendría lugar una puesta de sol majestuosa, dentro de aquella habitación sólo penumbra y soledad. Puse el vaso en la mesilla y observé mejor al anciano. Tenía el pelo canoso, un color casi de blanco marfil, su cuerpo torcido se caía hacia un lado y se acoplaba con dificultad a la vieja silla de ruedas. Lo que más me llamó la atención de aquel anciano, fue la ausencia de vida total en su rostro. Sus ojos, permanecían mirando a la nada. Su piel, arrugada seguramente por la fuerza del sol en su juventud, había creado numerosos canales que cubrían sus párpados y sus mejillas, extendiéndose por toda la cara. Sus manos, como un papel mojado, se retorcían juntas en un acto de silencio.
- No lo mires tanto. Esta como si estuviera muerto – dijo tía Eugenia entrando.
- ¿No siente nada?
- A veces mueve algún dedo y sólo de vez en cuando parpadea. De resto es como un vegetal – dijo bajando la voz y acercándose-. Un simple vegetal.
- ¿Y por qué esta aquí a oscuras? ¿ No lo saca nunca?
- El no quiere ver nada ahí fuera. Detrás de esa ventana no hay nada para él.
Después de aquel encuentro que no llegué a comprender mucho, la tía Eugenia me enseñó todo lo referente al cuidado de Don Manuel. Los alimentos que tomaba, sus medicinas, la limpieza del cuarto. En realidad me acostumbré a cuidar de aquel anciano. Me gustaba esa responsabilidad y me sentía importante haciéndolo. Siempre le llevaba un vasito de leche caliente y se lo daba de beber y aunque nunca me dijera nada, yo me imaginaba que me decía gracias por dentro. Empecé a intentar acortar las otras tareas que tía Eugenia me mandaba a hacer para intentar estar el máximo tiempo posible con Don Manuel.
Cogía libros de la estantería y me ponía a leerlos en voz alta, pasándome horas y horas, hablando con él y preguntándole cosas. Buscaba en su habitación cosas que me ayudaran a conocerlo mejor. Encontré fotos de sus barcos, fotos suyas con tía Eugenia en los que parecían muy felices, fotos de ellos dos con su hijo tejiendo redes de pesca en la playa. Ahora entendía que la habitación cerrada, la que estaba cerrada con llave, llena de polvo y olvidada, era la de su hijo, el que había muerto en el temporal.
Ahora contemplaba a aquel anciano que estaba prisionero en aquel cuerpo inerte que se había quedado en la total oscuridad diaria de aquella habitación y había sobrevivido a una tragedia que le había arrebatado a un hijo y le había dejado muerto el corazón.
En la soledad de mi cuarto pensaba en todo esto y no encontraba respuestas a mis dudas y mis temores. No podía soportar la idea de ver a una persona llevar un sufrimiento tan intenso y que no tuviera la posibilidad de la salvación. Fui a ver a la Virgen de Candelaria, pedí por Don Manuel y por tía Eugenia para que encontraran la manera de recuperar la felicidad que en aquellas fotos yo había visto. En el templo me encontré con mi padre, que me vio triste y me preguntó por mi estado. Le expliqué todo y me entendió, me dijo que tía Eugenia venía todos los días a ver a la Virgen, pero desde aquel fatídico día se había alejado de todo y no había vuelto a pisar la iglesia.
- Eso le pasa a muchos –dijo mi padre – Ven en el dolor una impotencia tan grande que reniegan de lo que más quieren y culpan a Dios por las desgracias.
Tía Eugenia llevaba el dolor por dentro y resignada por el capítulo que la vida le había mostrado con crueldad, se alejó de la luz y se volcó en la sombra para llorar su perdida.
Un día por la mañana no pude aguantar más. Decidí intentar algo. Me dispuse a leerle más cosas y hablarle a Don Manuel de su hijo, y de lo felices que eran antes. El anciano parecía atento como siempre cuando le leía, pero sus ojos no veían más allá de la oscuridad de aquella habitación. Le enseñé el retrato de su hijo, le acerqué la vela, pero el vidrio de sus pupilas no brillaba si quiera con luz propia. Le hablé al oído, le cogí la mano, le grité, pero nada, ni siquiera un gesto, alguna expresión en su rostro. Terminé agotada, sin aire, llorando de impotencia. Necesitaba respirar un poco. En la habitación se había acumulado demasiado calor y la atmósfera era demasiado agobiante, así que me dispuse a abrir las cortinas. Miré atrás un momento, Don Manuel seguía igual, parecía no importarle mis movimientos. Agarré las pesadas cortinas y las arrimé a un lado. Tiré del viejo cordaje y se abrieron lentamente. Poco a poco la luz fue apareciendo y la vela se fue eclipsando ante el resplandor de la ventana. Un espléndido balcón apareció ante mis ojos. La luz llenaba todo el cuarto. Abrí las puertas y entró una pequeña brisa proveniente del mar. Su olor inconfundible. El sol emergía en el horizonte a lo lejos por encima de mar y coloreaba con majestuosidad la espléndida Catedral de Candelaria. Por un momento disfruté de aquella liberación. Entonces me giré y lo vi.
Don Manuel permanecía allí sentado, viendo lo que yo que veía, con su postura inerte habitual y su cuerpo encorvado, pero algo había cambiado. Su expresión era diferente, tenía más color, quizás por la luz que emanaba de la ventana. Pero no, era algo distinto. De repente, en un instante que nunca podré olvidar, se me heló la sangre: una lágrima trasparente y brillante, teñida de naranja, caía lentamente por su mejilla derecha. Permanecí paralizada, inmóvil, no supe reaccionar. En ese momento apareció tía Eugenia, quién al ver el balcón abierto se asustó y como una loca llegó agitada y gritando. Se dirigió hacia mí pidiéndome explicaciones pero al verme la cara, sólo pudo hacer una casa, mirar hacia atrás y contemplar la escena que yo presenciaba. Su reacción fue increíble. Tras unos segundos paralizada por la impresión, las lágrimas se hicieron dueña de su rostro y arrodillándose junto a su marido, empezó a pedirle perdón por todo lo que le había hecho y por no haberle entendido y haberlo dejado a oscuras.
Y en ese momento entendí todo. Esa lágrima no era de tristeza, era de felicidad. Don Manuel vivía y no estaba muerto. Únicamente le hacía falta una cosa, que le llenaba de vida con tal sólo contemplarla y que le devolvía la fe. Aquella inmensa Catedral escondía dentro de sus muros lo que más anhelaba y allí había puesto sus plegarias. En ese reflejo había encontrado todo lo que le había faltado en todos estos años: algo de esperanza.
Javi Cortés